MONTREAL EN CUATRO ESTACIONES


Por: Jorge Hernan TORRES B.


Son las siete de la mañana y después de tanto estudiar, aún no amanece en este lunes apático de poca luz. Abro la puerta de la casa y recibo el viento ártico con su punzante escarcha que se funde sobre mi joven rostro. Dos pantalones, botas de invierno, un gran abrigo y mi gorro de lana me asemejan a un cosmonauta. Salgo para la estación del metro. En ese kilómetro de marcha la nieve me llega hasta las rodillas. Por fortuna una máquina limpia la acera. Camino precavido entre la suave blancura porque sé que en su fondo impera la temible pluie de verglas, el hielo tan resbaladizo y temido durante los inviernos quebequenses. Alcanzo a tambalearme sin irme de bruces, pero logro apoyarme en uno de los tantos árboles sin hojas. A un costado veo un gigante pino nevado que luce como ser viviente burlando el rigor del invierno. Con precaución sigo mi paso en camino a la estación LaSalle de la línea verde en este oscuro día de enero. Será un alivio arribar al metro que más que un medio de transporte se constituye en un refugio. Atravieso más de siete calles llenas de edificios de apartamentos que me recuerdan los humildes barrios obreros de Brooklyn o la pequeña Italia en Nueva York. Sus fachadas de ladrillo de color triste siempre me han parecido a las viejas fábricas de escaleras externas; un paisaje también del mismo indefinible color de tristeza. Saco el celular de mi abrigo. Se desbloquea lentamente y pierde su batería. 



Alcanzo a ver la temperatura: veintitrés grados bajo cero. Sin asombro y con resignación confirmo que es una temperatura promedio de un día de invierno en Montreal. Llego a la estación de metro y el cuerpo se me calienta súbitamente aun cuando mi nariz sigue fría; la chaqueta y las botas ya sobran y los dos pantalones también. Unas gotas de sudor que caen debajo de mi gorro de lana, me hacen pensar en la importancia de andar casi desnudo en ese momento. Me subo al viejo tren sesentero y en sus vagones tambaleantes y ruidosos veo algunos pasajeros que leen, desde libros de Ken Follet hasta Umberto Eco. Otros viajantes tienen la mirada perdida, sin felicidad, jóvenes y viejos sin esperanza en la ironía de un país que les da todo y los condena a la vida. Concluyo que vivir un invierno canadiense podría ser una guerra consigo mismo. Veo gente por los corredores del metro aunque en general la ciudad está desocupada. En Montreal de noviembre a marzo sólo permanecen quienes viven en ella. 

Llego al cambio de estación, salgo rápido de la línea azul de Côte-des-Neiges y voy a la universidad. Noto de inmediato una rara sensación al caminar pues no hay nieve bajo mis zapatos. Veo frecuentemente grandes charcos de agua y unos montones sucios de barro con hielo, piedrecillas negras y sal. Pienso que sería mejor haber usado botas de caucho en esa mañana gris. Los árboles siguen siendo palos estériles, aunque los pinos gigantes siguen con todo su verdor. El pronóstico indica dos grados Celsius y el frío lo siento mas intenso porque llevo puesto solo un rompe vientos. Sobre la calle en una esquina hay una carpa donde preparan una cabane à sucre. Con música de violines de Quebec y la miel de arce fundida en unas mesas con hielo, la gente empieza a sonreír y a bailar y a tomar cerveza. Aunque ya es primavera y mitad de abril, las hojas de los árboles brotarán en todo su esplendor en mayo. Pasa el tiempo y luego de los exámenes finales, salgo de la universidad y veo sobre la calle a los árboles florecer y en cuestión de poco tiempo expulsar su polen y semillas. 


Los carros estacionados sobre la calle están cubiertos de polvo amarillo y verde, en un paisaje irónico, pues meses antes estaban forrados de hielo y nieve. Lo que parecía días atrás un ambiente deprimente, infecundo, sin vida, cambió a una selva exuberante donde toma protagonismo el arce, árbol de la hoja de Canadá, donde ardillas y pájaros son una sorpresa sonora para mis oídos ante tanto silencio que generó el frío. Consulto el clima en mi celular y marca diez grados. La gente empieza a usar pantalones cortos y las bicicletas aparecen con más frecuencia. Veo algunos lugareños cultivar en sus pequeños jardines caseros. Voy de retorno a la estación azul de Côte-des-Neiges pero la calle está cerrada. Trabajadores de la construcción de manera dictatorial ponen unos grandes cilindros naranjas con rejas para cerrar el paso y con sus grúas destruyen en poco tiempo y sin misericordia una calle en buen estado. Sin opción ante el imprevisto me desvío del camino al menos dos cuadras para llegar a la línea azul del metro. Luego me subo al moderno tren con interiores que asemejan a una nave de Star Wars para dirigirme a la estación de la línea naranja: Place des Armes. 

Llego al cambio de estación. Salgo y siento el viento de calor húmedo, mi cuerpo transpira sin opción; vuelvo y pienso sobre lo necesario de andar desnudo en ese momento. Sólo visto una camiseta, una pantaloneta y mis tenis deportivos rotos de tanto correr. Y otra vez el clima: treinta y dos grados. Sin asombro y con resignación confirmo que es una temperatura promedio de un día de verano en la ciudad. Veo una tribulación de gente de todas las razas que camina en dos direcciones: unos hacia el viejo puerto y otros hacia el barrio de los espectáculos. Asiáticos, europeos, africanos, latinos, chinos, un grupo humano de turistas que camina en diversas trayectorias en múltiples idiomas; una torre de babel andante. El típico frenesí de la ciudad durante junio y julio. En cada esquina hay un festival, a pesar de los folletos que me intoxican con tanta información. Los conciertos son de alto nivel con artistas de la talla de Chucho Valdés o Buddy Guy y exponentes de música francesa, jazz, africana, caribeña, de circos, de culturas del mundo, de fórmula uno, de festivales de humor etc. Hay tanto por ver que desearía un día de mil horas y muchas vidas para disfrutar. Lo mejor que se puede hacer en Montreal durante el verano es deambular cual vagabundo del dharma para sólo observar y sentir. Todo sorprende en un éxtasis que va desde lo más material hasta lo más cultural. Pasan carros de lujo con sus conductores que alardean de sus motores. Luego veo atléticas mujeres con sus pantaloncitos que despiertan los instintos y hombres con cuerpos esculturales llenos de esteroides que muestran sus exagerados tatuajes. Todo me parece una competencia ficticia. En el Viejo Puerto, las calles alrededor del rio Saint Laurent son puntos de encuentro donde la ciudad florece y bullen familias y parejas agarradas de la mano, bicicletas, gente en patineta o trotando que recorren las callejuelas de antiguos edificios franceses y cuyo apogeo es la basílica de Notre Dame, con su aire romántico. En el verano se vive para afuera, en el invierno para adentro, un ying yang de setenta grados centígrados de diferencia. Montreal es una ciudad de extremos. Luego como nómada camino por el Plateau en la calle Saint Dennis para ver la parte más bohemia de la ciudad, paso por sus locales de antigüedades, con sus habitantes hípsters y los restaurantes veganos que perdonando la analogía parecen iglesias protestantes que evangelizan con su credo en contra de la carne católica de todo el mundo.



Después me dirijo a la montaña que nombra la ciudad: el Mont-royal para ver desde la cima el panorama de la urbe y visitar el chalet donde ondea la bandera de la concordia con la cruz de San Jorge de fondo, la flor de lis de los franceses, la rosa inglesa, el trébol irlandés, el cardo escocés y el pino indígena de Quebec, incluido en el centro del pabellón después de casi cuatro siglos de olvido. Bajo luego por el Tam Tam cuyo sonido de tambores junto al olor a cannabis hace del sitio un espacio conocido por el mundo licencioso. Una zona en que el danzar y la elevación alucinógena son constantes. Salgo del lugar en trance y veo sobre los prados del parque a familias y grupos de amigos en picnics de cualquier festejo posible, algunos juegan voleibol, otros fútbol y otros la petanque. Los días de sol parecen eternos y felices en un verano que hierve, pero de duración efímera.

Después de recorrer doce kilómetros en el área, regreso al metro de la línea naranja de Place des Armes y luego me dirijo a la línea amarilla del metro del parque Jean Drapeau. Al salir, el clima me recuerda a mi natal Bogotá. De inmediato viene a mi mente la temperatura moderada de quince grados y el viento suave aunque un poco frío. Al minuto me frustro porque Bogotá no tiene metro…no hay estaciones. La gente por fin me parece que viste un poco más formal, chaquetas de otoño, gabardinas, buzos o sweaters, con pantalones de drill, franela y hasta bufanda, como anticipando el largo invierno que se viene sin embargo sus rostros aún sonríen. Los árboles de hojas de arce se tiñen de color intenso: rojo, amarillo, naranja, hacen de la zona una pintura impresionista. Su esplendor no son más que la antelación de la muerte, un fin radiante de la naturaleza, que se despide con sus mejores vestidos. 




En unos días esas hojas de arce caerán, cafés, frías, duras y el viento las arramblará y sin piedad las triturará, como la parca arrastrando a todo humano al inframundo. Ya no hay tanta gente como en el verano, la ciudad empieza a quedarse vacía, taciturna. El otoño es más o menos igual a la primavera en duración pero contrario en florecimiento. Si en esta nacen rápido las hojas, en aquel mueren de un día para otro y los árboles vuelven a tener sus ramas sin vida. Si en la primavera los días se alargan, en el otoño las noches se hacen largas. Y llega noviembre y la temperatura baja a cero grados. Pronto caerá la primera nevada otoñal. Ya huele a invierno, ese olor especial que sienten quienes viven en la ciudad, lo cual me indica que es hora de tomar el metro rumbo a la estación LaSalle. 
Subo al viejo tren desocupado. Cansado me siento y sobre la silla presiento ese estado de introspección que durante el invierno reviste mi mente y mi cuerpo; en el fondo lo anhelo. Al terminar el trayecto me bajo y por casualidad observo dos trenes enfrentados. Contemplo la antigua locomotora sesentera frente a su homónima futurista. 




De repente, las veo fusionarse en la mítica máquina del tiempo que a través de sus túneles me transportará a un pasado y a un futuro, sobre los rieles inmersos en la rueda del samsara de aquellas cuatro estaciones de Montreal. Al salir, abro la puerta de la estación LaSalle, me recibe una brisa ártica con sus copos de nieve dócil que se funden en mi ahora envejecido rostro. 


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